Ajuste de Cuentas
- Julián Sappietro
- 14 nov 2018
- 3 Min. de lectura
La corta vida de un pibe de barrio que añoraba ser jugador de fútbol y fue sepultado entre tierra y eufemismos.

Ya pasó un año, creo. Ayer, volviendo de mi rutinario viaje en el 127, un corte de calle a punto de llegar al barrio, me hizo desviar un par de cuadras, no tenía idea de que iba a pasar por su casa, me volvió todo.
Él dejó la escuela a los doce años, se levantaba a las cinco de la mañana todos los días para darle una mano al viejo, laburaban en una esquina del centro limpiando algún que otro parabrisas y, así, llevaban unos pesos a casa. No tuvo una de esas infancias 'ideales', vivió en un barrio complicado, de esos en los que la droga es protagonista y corre más rápido que “el Cani" en el 90', ya sabés, de los complicados.
Sin embargo, existía un lugar en donde él se volvía el personaje principal. Ése lugar era la cancha de Semillero, un club de barrio ubicado en la zona sudoeste de Rosario. Jugaba con mi hermano, ambos categoría '93. Hacían el doble cinco, uno tapón y el otro de juego, él jugaba, mi hermano corría. Yo era bastante pendejo, pero me acuerdo de ese equipo, buenos pibes, malas vidas. Era de esos jugadores cabrones, lo echaban cada dos por tres, al primero que le tiraba una bicicleta le anotaba la patente para devolvérsela en la nuca. Él llegaba tarde a los partidos, varias veces borracho, hasta tengo el recuerdo del técnico metiéndole la cabeza en la bañera para que se rescate, y en algunas ocasiones, venía golpeado (vaya uno a saber por qué...).
Era de esos jugadores cabrones, lo echaban cada dos por tres, al primero que le tiraba una bicicleta le anotaba la patente para devolvérsela en la nuca.
Mi viejo, empecinado con que piense en su futuro, lo quería convencer con que estudie, lo motivaba hablándole de laburos que podía conseguir y de las puertas que se le podrían abrir si se recibía (era complejo hablarle de estudiar como una necesidad primordial, cuando su primordial necesidad era sobrevivir al día a día).
La última vez que lo vi, fue cuando se le rompió la moto en la esquina de casa y pidió que le demos una mano con la cadena, él estaba con su mujer y su hija de un año y medio, una morochita de ojos miel y sonrisa triste. Poco a poco fuimos perdiendo contacto, pero siempre nos acordábamos de alguna anécdota suya en la cancha.
A los pocos meses, mientras cenábamos con mi familia en casa, le llega un mensaje a mi hermano, de esos que te dejan con nudos en la garganta y el pecho hundido. Lo habían encontrado en un auto, frío, sólo y baleado.
Lo primero que hice fue mirar en los diarios locales y verificar lo que ese implacable mensaje de texto pregonaba... Era cierto, junto a esa nota, además de mi amigo, yacía el odioso eufemismo de “Ajuste de Cuentas”, su muerte caía como justificada en el público que, muy lejos de la realidad, comentaba: “uno menos”, “así hay que hacer con estos negros de mierda”, “que se maten entre ellos y no quede ni uno”. Qué fácil, qué cómodo...
Era cierto, junto a esa nota, además de mi amigo, yacía el odioso eufemismo de “Ajuste de Cuentas”...
Volví al club, quise ver los vestuarios que él arengó, los buffets donde tantas 'pipas' compró, los troncos en donde sus amigos se sentaban a verlo patear una pelota los domingos temprano, y el césped donde se sintió alguna vez visible.
¿Quién era él? Le decían “Tito”, y no, no lo conoces, solo fue uno de los tantos pibes que nacen condenados a un sistema y una sociedad que ignora, no protege y excluye, llena de odio y resentimiento. “Tito”, fue solo uno más, de los que nacen mal vistos, de los que ante cualquier hecho, son los villanos, de los que no les creen ni un foul, de los que están en tu realidad, a dos cuadras de tu casa y a media de la mía.
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